Me la echaron, por eso los ladridos cuando llegué. Uno pequeño, de los que se pierden, y luego el que le siguió. Un ladrido chiquito.
La vi de reojo.
Estaba perdida, entre las piernas de las Negras, que la cubrían. (Que la olisqueaban.) (¿Se la querían comer?) Y de ahí lo de siempre: tener que cuidarla, recogerla, llevarla al doctor.
Eso lo hice después, cuando hablé con La Dormida. Ella me dijo: nos la echaron, y ya nada se puede hacer, salvo cuidarla, curarla con las manos, darle de comer. Y yo repetí: cierto, nos la echaron, pero, uf, digo, ni que fuera casa de perros, mansión canina, castillo de mastín.
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