domingo, 19 de julio de 2009

Reseñas 1

Ponte la del Puebla, Profética. Casa de la lectura, Puebla, 2008, 63 pp.
Ponte la del Puebla es un libro en el que se encajan muchos goles. Su delantero centro, faltaba más, responde al nombre de Gabriel Wolfson y está llamado a ser, si me apuran, una pieza clave de la literatura nacional. Y es que preciso como pocos, este delantero centro impresiona por su movilidad y arranque; baste considerar, pues, lo que ha publicado a la fecha, para caer en la cuenta de que su trabajo es el de un crack que no sólo escribe miniaturas o ensayos de divulgación: a la vez, historias de vida donde la fragmentación, mal que bien, atomiza el(os) mensaje(s). Porque Ponte la del Puebla es eso, me parece: una autobiografía secreta, profunda, rota..., en la que el juego par excellence de la infancia se convierte en un ritual saludablemente disparatado, el cual siempre está “atravesado de asociaciones” (Juan Villoro).
Dicho lo anterior, me parece que este texto, amén de desplazar la cortina del vestuario de la Franja, revela la crónica alterna de un espacio físico: el de la ciudad de Puebla; una ciudad, cabe agregar, donde el fútbol ha corrido con poca suerte, y donde los aficionados la han pasado muy mal, ya que, de acuerdo con Wolfson, todo aquél que ha visto este deporte desde las gradas del Cuauhtémoc ha presenciado algo así como un “espectáculo de pulgas amaestradas en una feria de pueblo”. (¡!)
Pero volviendo al tema, mencionaba: es indudable que Ponte la del Pueba deja entrever una descripción de la “Ciudad de los Ángeles” (de sus referentes definitorios y/o emblemáticos), tal como si se quisiera aludir a un lugar público, reconocible por todos, y a la par a un lugar entrañable, familiar, reservado (exclusivamente) para la delectación y el gusto personales. Esto, que me parece sugestivo, no es nuevo en la prosa de Wolfson; ya en Las rutas de Pascual (2003), publicado en colaboración con el fotógrafo Jorge Lépez Vélez, se notaba el interés por captar la imagen subjetiva, casi privada, del mencionado asentamiento, cuya decadencia habitual permitía que los personajes experimentaran el “infinito” no “como concepto abstracto” sino “como enfrentamiento cotidiano”.
De verdad que Ponte la de del Puebla deviene una de esas pulcritudes singulares, que aparecen de vez en vez, y que obligan a la gente a que se levante, grite y haga olas de emoción en los estadios. Amplia en sus alcances e identificable en sus derroteros, esta obra es una maquinaria perfecta, bien engrasada, que avanza con osadía y determinación, y que al llegar al área chica no se intimida: al contrario, ataca de frente, dando la cara, pues sabe que lo que se juega no es un partido más, de poca o nula significación.
Tal vez, semejante circunstancia explique el porqué Ponte la del Puebla se lee como un puzzle de la memoria que, en ocasiones, poco o nada tiene que ver con el fútbol y su “liturgia” dominical, con los entrenamientos y las tribunas “tan marcianamente ajenas”, que el escritor observa, curioso, al pisar la cancha del Cuauhtémoc y percibir que ahí, en ese “otro mundo”, “todo fluye, todo es cotidiano, sencillo, inevitable”, debido a que el “mundo” entero “comprende el código, la verdadera lengua materna”.
Obra íntima, de profundo calado: insisto, Ponte la del Puebla indaga en la lógica de un universo menor (el del fútbol), pero sólo para repasar las imágenes significativas, portentosas, que de él emanan, y que por una u otra razón, hunden sus raíces en el fondo de la memoria, o si se quiere, de la recordación; una recordación, en todo caso, dinámica y laboriosa, que no se embotella en el tráfico de lo cercano: más bien, que precisa lo que destaca y trasciende, a fin de referir esa lógica particular en la que el ayer aflora con fuerza e intensidad. Ello esclarece, en mi opinión, el hecho un tanto cuanto extraño de que el rompecabezas inicie con la representación de una estampa privada (muy intensa, por cierto, en la que el sujeto se observa a la distancia, ingresando en aquel “minúsculo bosque maltrecho” que estaba “alrededor de un estadio deportivo abandonado”), antes que con la explicación de tal o cual aspecto del Puebla, entendido éste, en particular, como un equipo de fútbol que posee el “nombre incómodamente curioso” de los “camoteros”, o con un listado interminable de efemérides y jugadores famosos, típico del periodismo que se escribe en el país.
Ponte la del Puebla es, a cabalidad, un relato personal, de carácter mnemónico, en el que Wolfson refiere una visión de su existencia, a partir del contacto que establece con el deporte más popular del mundo; una visión del ayer que, en efecto, se relaciona con el fútbol (con su universo), pero de manera singular, importándole exhibir los aspectos mínimos, básicos, que la intuición descubre al reparar en lo primordial, y dejar de lado lo que le resulta secundario o banal.
De ahí que considere que el presente relato opere como un recuento del Bios, gracias al cual el escritor, su familia, aparecen asociados con los jugadores, con el cuerpo técnico, con las actividades que realizan. De ahí también que opere como un testimonio vivido, cálido, que ha sido concebido, ab obvo, para atraer la atención de los incautos, o de todos aquellos a los que el fútbol les importe un soberano cacahuate, y sin embargo les apetezca leer un texto bien escrito, que jamás se atora y que no le pide nada, a pesar de su brevedad (¡63 páginas!), a los grandes de clásicos del subgénero, como Apuntes del balón: anécdotas, curiosidades y otros pecados del fútbol (2001), de Jorge Valdano, El fútbol a sol y sombra (2005), de Eduardo Galeano, o Dios es redondo (2006) del ya aludido Villoro.
Imposible, en serio, criticar este librito, o encontrarle una palabra de más, que enturbie la calificación. Ponte la del Puebla es un gol admirable, un remate preciso que termina, por fortuna, en el marco rectangular; más todavía, y lo subrayo: Ponte la del Puebla es un partido del Barça (“Més que un club”) cuando nos presenta las estampas de ese pasado perdido, irrecuperable, en el que el escritor se observa a sí mismo como un personaje más, que participa en un juego vespertino (lo cito in extenso) “privilegiado por la luz, por la gratuita, olvidada y milagrosa plenitud y claridad de la luz en esa ciudad casi cualquier día del año” y por “una noche hecha de luz en vez de sombras, bajo la cual los juegos más largos y que hubieran ido cobrando más y más interés (...) podrían prolongarse para siempre”.
Ya lo he escrito antes: es un verdadero gusto comprobar que la mejor literatura del país no sólo se cocina en la Ciudad de México. Casos como los de Wolfson evidencian que las canteras locales empiezan a hacer de las suyas, precisamente al entrenar killers como éste, esmerados y polivalentes.
(Ponte la del Puebla, o nunca un fragmentario había sido tan intenso y goleador.)
(Reseña aparecida en la revista Crítica, núm. 132.)

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