viernes, 2 de septiembre de 2011

Postal poblana

Viaje a Puebla, agosto-septiembre, 2011: mole, mucho mole, en el Hotel Colonial, y crema de espárragos y quesadillas de quesillo y champurrados de canela y tacos árabes y orientales y cemitas de bisteq y churros de cajeta y ensaladas toscanas y trozos de tasajo del mercado y... ­¡El estómago en estado terminal! (Se dice, las vacas tienen tres estómagos y sólo comen pasto y otras cosas verdes; nosotros, en cambio, o sea mi mujer y yo, uno solo, que en estas circunstancias se ve obligado a trabajar a marchas forzadas y a recubrirse de Omeprazol y mil medicamentos más.)
Pero, vaya, el asunto no tiene que ver en exclusiva con la degustación, suerte de tour intestinal por los caminos del mal; pensemos que también en este viaje se imponen otras cuestiones, propias de nuestra labor habitual: esto es, de eso que llamamos, para efectos prácticos, la labor académica, la misma que supone 1) la prédica de las cualidades del noroeste literario, 2) los planteamientos respectivos al devenir profesional y 3) las presentaciones de libros donde lo importante es la imago, y más precisamente la imago de este país continental.
Y es que así sucede, sobre todo en Puebla: un estado en el que los colores se desprenden de las paredes y los perros vigilan o salvaguardan las labores de la catequización.
¡Venerables y figuras gigantes, chinas y vestidos lentejuelados!, hay que anotarlo: Puebla es una invención del barroco y del paisaje que se expande, que se hace a un lado y que vuelve a aparecer.
Me encanta esta ciudad y sus olores y sus sabores, máxime cuando existe la posibilidad de contemplar los ritmos desde el interior.

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