viernes, 4 de septiembre de 2009

12:30

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\Me levanté de repente, cuando el teléfono sonó. Me levanté entonces, pero muy cansado, como si no hubiera dormido en días.
\R., por su parte, estaba tensa y, aun así, me alcanzó la ropa y encendió el carro.
\Salimos de inmediato y noté que no había nadie. La ciudad, me pareció, estaba desierta.
\Llegamos pronto, como en 15 minutos, y R., rápidamente, se bajó del carro para abrir la puerta y agarrar a las perras, las cuales ladraban sin parar.
\Ya adentro, no supimos qué hacer. Tan sólo le dije que le pusiera algo, pues estaba con ropa interior.
\Salimos como pudimos, resguardados por las perras que no dejaban de ladrar.
\Al principio, la sostuve por el costado; pero batallé para encaminarla. Lo único que se me ocurrió, luego, fue cargarla, pues de esa manera ganábamos tiempo.
\En el auto, R. trataba de mantenerla despierta. Yo le decía que le hablara, que le dijera lo que fuera, pero ella prefería mojarle la frente con un trapo húmedo, que había alcanzado a coger antes de salir.
\Cuando llegamos, un guardia nos ayudó; acostumbrado, pensé, no tardaría en dirigirla a la habitación donde la atenderían, y donde, como siempre, imperaría un silencio lúgubre que dramatizaría, todavía más, la situación.
\R. no dijo nada; yo, tan sólo, me llevé las manos a la cabeza.
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