La elegancia del erizo (2007), de Muriel Barbery. Afortunadamente son pocos los que ponen en el grito del cielo cuando se topan con una novela que, en realidad, no es una novela, o que no ha sido concebida como tal. Parece que, ahora sí, la disolución de los géneros ha tenido lugar, y que ya nadie cuestiona un texto ¿literario? en el que los personajes no se desarrollan como personajes, sino como seres programados que encarnan un papel, y hablan desde la perspectiva de quien les dio vida. Se mire donde se mire, se trata de un hecho irrefutable que nos hace pensar en el artificio literario, en las fantasías que hemos estipulado al acercarnos a una obra y definir su vocación.
La elegancia del erizo es, evidentemente, una novela que rehuye los determinismos: una historia que se descuenta y que a pesar de ello, o más bien por ello, se narra desde la muerte, desde ese estadio de lucidez absoluta que permite evocar el ayer y su involución. Bonita —no encuentro otra palabra— plasmación de los sentidos, los anhelos y los miedos: esta obra es una alternativa dentro del caos, y una asimilación.
(Se vale llorar, de verdad.)
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