Observada desde cualquier punto, la Innombrable, la violenjuana es una ciudad retorcida y espectral; una ciudad antropófaga, que está a punto de fenecer. Luego, basta dirigir la mirada hacia este o aquel fragmento de hormigón, hacia este o aquel segmento de tierra, para descubrir no sólo que el color verde huye por despoblado, sino también que una brisa constante encubre su superficie, como si quisiera desdibujarla. Una brisa proterva, sin duda, que además humedece los pensamientos (los tristamientos). Y ello es que la Innombrable cierra los ojos, y después puja, puja sin cesar; puja, dando entender que los engendros han de nacer así, de sopetón y con una misión vital: expeler la brisa que la circunda, la brisa que la condensa y retiene. La innombrable, por tanto, es una ciudad-brisa. Una ciudad despistada, enferma, que asusta a propios y extraños. Una ciudad-muerte, en la que, desde el principio, los engendros conocen sus carencias y limitaciones.
Porque, al final de cuentas, vale decir, la Innombrable se ha convertido en eso: en uno de los cementerios más grandes de México; en uno de los más grandes y activos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario