El perro, más bien El Perro me dijo que me levantara, que él era el amo; que de ahora en adelante regía mis actos, que yo no podía hacer nada sin su consentimiento, incluídas mis necesidades.
Todo comenzó, cierto, aquel día, en el que me metí a su casa (un dogloo) para experimentar el frío del invierno y saber cómo se las arreglaba. (En principio recuerdo que me observó fijamente cuando me le acerqué, pero después, como sabiendo lo que iba a suceder, se hizo a un lado.)
Ya adentro y sin mayor preámbulo, comenzó a hablar y a explicarme lo que suponía mi nueva condición.
Al terminar, sin duda quise preguntarle qué diablos sucedía, qué diablos pasaba; mas las palabras se me atoraron; en vez de pronunciar algo coherente emití unos sonidos extraños, similares a los que emiten los de su raza al estar desconcertados.
Como se comprenderá, mi vida desde entonces cambió. Y ahora cada vez que quiero hacer algo, El Perro me vigila, indicándome si me está permitido moverme o no, si debo quedarme acurrucado o si hay la opción de levantarme para orinar, ir a tomar un trago o cualquier otra cosa. De no obedecerle, sé lo que me espera.
Evidentemente no soy un Perro: es decir El Perro, sino todo lo contrario: un perro, un perro con minúsculas.
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