Estaban arrinconados, como un enjambre; se juntaban todos. Y en un momento, el viento aparecía, levantando la tolvanera; era como un set donde se soltaba, huyendo tal vez de sí mismo, de sus fueros, bajo la sombra de la elevación. (Sí, hablo del viento.)
Pero volviendo al tema, ahí estaban. Las prendas negras, en hilera; y las gafas relucientes, brillando con resquemor. Tal vez, pensé, funcionaban como una coartada, pues adentro, o mejor detrás, los ojos quedaban fijos, devorados por la humedad. (Pensé: por una humedad salada, agria, que no los dejaba en paz.) Además, si hablamos sin cortapisas, las condiciones no eran de lo mejor; hablo de las condiciones climatológicas, de las condiciones ambientales, desatadas —se entiende— como parte del triste ritual. (Digamos que entre tanta oscuridad, que entre tanta superficie oscura, la imagen se dejaba venir así, inmisericorde.)
La imagen del conjunto, digo, en torno al punto de nuestro interés.
Ciertamente, pensé que en estos casos conviene voltear la mirada hacia otros lados —mirar por ejemplo el cerro, su elevación natural. Pero era inevitable, o más que inevitable, ya que la gente no podía dejar de llorar.
Opté por retirarme, con la mirada perdida. Y sin más, noté que la imagen se aferraba, que seguía ahí.
Mis amigos, supuse, hicieron lo mismo; esto es, caminaron con el fastidio a cuestas, agotados, sin saber qué hacer.
Todos nos subimos al mismo camión, sin decir nada.
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