domingo, 22 de mayo de 2011

Sábado

Eramos cuatros, mas bien cinco, recién "comidos", por lo que los miembros reclamaban el tripeo vespertino, esto, vamos a ponerlo así, para no arraigarse en el suelo, en la base del carro-de-juda, que tanta carrilla aguantó; así que bajamos en la Home Depot porque mi madre dijo que ir al jardín, en aquel momento, era lo más conveniente para la movilidad psicomotriz, pues, vaya, la comidota nos había convertido en seres elefantiásicos, de una pesadez monstruosa.
Bajamos en orden rumbo al Edén y fue allí que cada uno de nosotros caminamos despacio, siguiendo las rutas de aquella naturaleza atrincherada, dinamizada por los pájaros borrachos que volaban alrededor. Para el caso mi mujer, tan afecta a los colores pastel, se refugió en la sección de las Corona de Cristo, observando las mejores opciones, debido a que algunas de las flores estaban marchitas, como si se hubieran secado desde tiempo atrás. En cuanto a mis padres, habría que decir que mantenían una severa discusión en la zona opuesta, justo donde estaban las buganvilias; tal vez, supuse, lo que uno de ellos quería era el conjunto, no la parte, el mejor color, sobre todo si se buscaba lo trascendental: o sea que las formas delgadas, corroídas por la pigmentación, se desbordaran en el ocaso del día, asumiendo que el espacio hogareño era eso, un pedazo de tierra donde la oscuridad de las sombras dejaba poco margen de acción para la sustancia, para esa mancha ocular que revelaba la flor. Con respecto a mi suegra, he de decir que la observé concentrada, analizando un par de macetas para un cáctus pequeño que parecía el desprendimiento de la Creación. (Sus espinas, sus púas eran lo más cercano a unas agujas de marfil penetrando el vacío de la oquedad.)
Por mi parte, estuve empujando el carrito con unas cuentas plantas deshidratadas que había agarrado sin ton ni son. Me emocionaba pensar, al fin y al cabo, que manejando ese medio de transporte era dueño de una porción de tierra que ya se dirigía a la sección tropical de la tienda o ya la zona de confluencia en la que el susurro desértico se apechugaba con el del mar, por aquello de las palmeras. En el fondo buscaba eso que mi madre había definido como la 'movilidad psicomotriz", la cual era una suerte de denegación puesto que en aquel momento, luego de la ingesta, los pies amenazaban con ceder, igual las piernas, las mismas que buscaban la fijación. Unas raíces, me decía, reclamando su lugar, en el espacio comercial de un jardín difuso, potente y abarcador.

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