[...] Un mar de abrojos como un colchón, aunque duro, y doloroso; era la tierra, qué mas... Pero no me importó, ni tampoco a ella, que se resbaló.
La abracé, en primer lugar, con impulsión, con decoro, y fue cuando se me ocurrió, o se le ocurrió, rodar por ahí, en medio del no lugar. Pensé, en medio de ese desierto menor, delimitado por las carreteras... y por las sombras. Pues aquella fue una tarda extraña, con un sol puesto pero menor; con un sol ciego, a punto de desaparecer.
La verdad que no los vi, al principio...; vaya, que no los noté. Sin embargo, en aquellos momentos uno se evade, se concentra en el deber ser.
La abracé, por tanto, como hombre, con cierta desesperación, y fue cuando me dieron ganas de besarla, de acariciarle el cabello.
Evidentemente, ella debió de sentir algo similar, pero eso es cosa que no habré de juzgar. Lo cierto es que al abrazarme, al abrazarla yo, se me resbaló con facilidad, o por lo menos fue lo que pensé.
En principio, cuando estaba recostada, quejándose, pensé que era parte del ceremonial, como ocurre en otros casos. No obstante, en el momento de avalanzarme y dejarme caer, supe lo que ocurrió. Vamos a decirlo así: sentí que el dolor era real, no producto de la imaginación, del espectáculo... Y de ahí, pues, para adelante: los abrojos nos penetraron, se quedaron fijos, incrustados en la piel.
Nos levantamos y huimos de allí. Ella por un lado y yo por otro. [...]
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