martes, 2 de noviembre de 2010

Nota sobre la relación oralidad-literatura

Es evidente que la expresión literaria en América Latina no se entiende, en estos momentos, sin el recurso activo de la oralidad. En múltiples sentidos, dicho recurso se vincula con el significado del texto escrito, con su intención general al haber sido concebido como parte de un todo dinámico e integrador. Desde luego, precisar tal relación implica preguntarse sobre el vínculo entre el habla y la escritura o, planteado de otra manera, sobre la naturaleza que determina ese vínculo en el entendido de que hay que dejar de lado particiones dicotómicas que, en ocasiones, lo único que hacen es denegar un hecho fundamental: me refiero a lo que Bernardo E. Pérez Álvarez denomina la “concepción discursiva” del emisor (2010, p. 101). Esto, pues, supone entender que si bien lo oral es diferente de lo escrito y de cualquier otro tipo de medio comunicacional, ambos recursos tecnológicos pueden formar parte de una relación determinada por la actividad discursiva del sujeto, quien, al final de cuentas, es el que decide cómo utilizar el lenguaje, desde qué perspectiva construir un texto, cómo enlazar sus relaciones, etcétera.
En efecto, soy de la idea de que abordar el tema del discurso hablado, con respecto a la literatura, obliga a cualquiera a considerar los aspectos puntuales de una manifestación oral, cuya concreción depende de muchos factores. Y ello es que, de acuerdo con Walter J. Ong, cuando se analiza semejante manifestación se descubre, por ejemplo, que el ritmo y la prosodia juegan un papel fundamental en el momemnto en que motivan tanto el desarrollo de la memoria como el “proceso de la respiración, la gesticulación y la simetría bilateral del cuerpo humano” (1987, p. 41). De esta suerte, asegura el autor, es necesario partir del hecho de que el discurso hablado, en realidad, manifiesta una serie de características del pensamiento y la expresión orales, las mismas que se concretan en el texto escrito y determinan, repetimos, su significación.
¿De qué manera, luego, la palabra hablada tiene eco en la palabra escrita? ¿Cómo se da ese nexo, si es que se da, entre algo que aparentemente es acumulativo antes que subordinado, redundante y copioso, y eso que no se altera con el paso de los años, eso que permanece fijo a pesar de los cambios sociales que se generan y modifican la interpretación?
En el caso de la literatura latinoamericana, declarábamos, el vínculo entre la oralidad y la escritura supone considerar la historia de esa huella fonológica que es la voz, o lo que es lo mismo su presencia recurrente en una línea temporal donde, en ocasiones, el paradigma imperante ha definido su protagonismo y, de modo contrario, su marginalidad. Sin duda alguna, al aludir a esto, nos referimos a la idea de que el autor plasma en sus escritos una morfosintaxis del discurso hablado con el objeto de imitar el eco externo del yo, el cúmulo de palabras funcionales que explicitan la tendencia del hablante cuando nombra de tal o cual manera el ámbito de lo real. Así, habría que indicar que la incorporación de los “rasgos” determinantes del discurso oral facilita que el texto literario revele la expresividad del habla, sobre todo cuando precisa señales de contacto, autocorrecciones del emisor, autoafirmaciones, interjecciones, fenómenos de atenuación, duplicaciones, atribuciones al interlocutor, cambios de sentido, exageraciones o excesos, énfasis e insistencias, reducciones y alargamientos de palabras, elipsis, frases hechas, entre un sinfín de recursos psicodinámicos (Vigara Tauste, 1992).
De ahí que no esté demás sugerir que el uso de la palabra hablada, en el texto literario, suponga esa “impregnación ajena al cuerpo” que, de acuerdo con Raymundo Mier Garza, colige la “evocación residual de una sensación […] la síntesis de una morfología sonora singular, un devenir inteligible del ruido, proferido no primordialmente para la designación de los objetos, sino para la realización expresiva de los vínculos”; lo cual, insiste, conlleva entender que los “rasgos” orales trastornan lo escrito, le brindan un significado alterno, justamente cuando origina un “paisaje de fracturas y discontinuidades” (2010, pp. 13-16).
Históricamente hablando, esta morfosintaxis del discurso oral, plasmada en la obra literaria, ha respondido a diferentes necesidades. En un primer momento, huelga afirmar, muestra el distanciamiento de clase que existe entre aquél que domina el discurso escrito y aquél que lo desconoce, entre aquél que es dueño de la palabra y aquél que carece de la misma debido a su pertenencia grupal o ubicación social. Tal circunstancia, en efecto, permite que la representación literaria de los “rasgos” orales sean influidos por un orden estabilizador que somete la diferencia en aras de legitimar lo que, de modo brillante, Julio Ramos ha definido como el “saber decir”, esto es, el trabajo sobre la lengua que, durante el siglo XIX, intenta subordinar el “extravío de la fantasía — de todo lo "espontáneo", a tal efecto— a la regularidad de la razón” y establecer de ese modo una serie de normas lingüísticas, destinadas a corregir el problema de la informalidad y del caos (2003, p. 42). Obviamente, en el proceso de ruptura y fragmentación de la institución literaria, a partir del siglo XX, el discurso hablado se convierte en un discurso productivo, dado que involucra la voz del otro, la voz del sujeto que, ahora, enuncia las cosas con mayor libertad, distanciándose por ello del esquema normativo y exponiendo la lógica de un discurso divergente, ajeno a los criterios tradicionales del “saber decir”. Casos ejemplares, en esa dirección, son las aportaciones de la novela de la revolución mexicana, de la narrativa vernácula y del indigenismo, donde es frecuente encontrar referencias alusivas a los modos del habla de una determinada región, así como precisiones lingüísticas que refieren el vigor de la expresión popular. De igual modo, resaltan las aportaciones ulteriores de la denominada narrativa de la transculturación, en la que se da un uso creativo del habla y en la que, según explica Ángel Rama, las soluciones imitativas no hallan cabida ni continuidad (1982).
En la actualidad, la lista de autores latinoamericanos que echan mano de los “rasgos” del lenguaje hablado es bastante larga y ello ejemplifica, en nuestra opinión, los cruces que se dan entre dos manifestaciones en apariencia intermitentes y desvinculadas. Insistir, por ende, en lo productivo de la relación oralidad-escritura permite comprender la riqueza de una tradición literaria donde la voz encuentra su resonancia textual.

REFERENCIAS
Mier Garza, Raymundo (2010). La multiplicidad de las voces: la narración como juego de vínculos. En Isabel Contreras Islas y Anna Dolores García Collino (Coordinadores), Escritos sobre oralidad. México: Universidad Iberoamericana, 13-32.
Ong, Walter J. (1987). Oralidad y escritura. Tecnologías de la palabra. México: Fondo de Cultura Económica.
Pérez Álvarez, Bernardo E. (2010). Transformaciones estructurales entre el habla y la escritura. En Isabel Contreras Islas y Anna Dolores García Collino (Coordinadores), Escritos sobre oralidad. México: Universidad Iberoamericana, 100-149.
Rama, Ángel (1982). Transculturación narrativa en América Latina. México: Siglo XXI.
Ramos, Julio (2003). Desencuentros de la modernidad en América Latina. México: Fondo de Cultura Económica.
Vigara Tauste, A. (1992). Morfosintaxis del español coloquial. Madrid: Gredos.

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