Asumí, desde el principio, que la cosa no iba a parar ahí. Lo del tumor había sido el comienzo, porque lo que siguió después fue otra cosa: la extensión de un collar de carne, de carne podrida, colgando a su alrededor.
Le planteé a mi madre que hiciera algo; que por lo menos hablara a la veterinaria; pero mi madre ya estaba harta, y no quería responsabilizarse.
Mientras, el perro seguía ladrando y moviendo la cola.
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