Museo de la revolución (2007), de Martín Kohan. Esta ¿novela? me genera sentimientos encontrados como, supongo, toda propuesta intermedia, que no se define, lo sabe hacer.
Por un lado, me mueve a pensar en la indefinición de los géneros literarios, en lo que se ha dicho sobre el tema y en los alcances que tal especulación produce al momento de crearse un texto narrativo cuya experimentación es manifiesta o, cuando menos, latente; por otro (y aquí ni cómo dudarlo) en la certeza de que a pesar de que las cosas no se pueden definir como queramos y vivamos en una época de relativismo absoluto (oh, olvidada posmodernidad haz llegado para quedarte), las estructuras jamás mienten ya que éstas, creo, carecen de esas "hostiles delimitaciones que la necesidad [y] la arbitrariedad [siempre establecen] entre los hombres" (F. Nietzche). Y esto porque Museo de la revolución sugiere que existe algo de forzado en sus entrañas: algo que no se acaba "cocer" y que se vincula con el hecho de amarrar navajas a mansalva y convertir a la Historia en una obertura insípida, en una introducción somera al espectáculo de la soledad.
Ciertamente, no soy quién para cuestionar los planteamientos de la novela, ni sus tesis centrales (la Revolución = entelequia ad aeternum / la Mujer = Eva ad aeternum); tampoco los "desbalances" que presenta y que, de repente, obligan a cualquiera a preguntarse qué diablos pasa, de qué se trata el asunto...; pero lo que sí pongo en entredicho es la lógica de esas truculencias malhabidas que no quitan el sueño, el recurso del final traumático que no debemos olvidar porque, según parece, es el meollo (¡el gran meollo!) de la cuestión.
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