Presiones y diamantes / Pequeñas maniobras (2002), de Virgilio Piñera. Yo creo que a estas alturas del partido lo normal hubiera sido que la obra de Piñera estuviera fungiendo un papel determinante en el desarrollo de lo que, a falta de mejor término, denominamos literatura latinoamericana; un papel determinante, renovador, que cambiara la vocación trágica y solemne de la misma. Pero la verdad es que ni cómo pedirle peras al olmo, dado que es evidente que la obra de este marginal a penas si interesa a un grupo de especialistas, que, las más de las veces, suelen vincular sus sentidos con los de una subcorriente estética (la de los escritores secretos), de alcances limitados.
Tal vez, semejante falta de interés debería celebrarse; y esto porque resulta obvio que Piñera siempre puso en entredicho el clamor del gusto popular y, sobre todo, las mieles del éxito que la crítica de "teclado ligero" (Lezama Lima) suele prodigar. Decir luego que Piñera es un outsider, ante los ojos de la autoridad, es como decir que el día posee 24 horas o que el Barcelona es el mejor equipo del mundo.
Escritor "malo", si partimos del criterio profesional: en Piñera las cosas suenan a medias, los planteamientos son arbitrarios, las estructuras fracasan, y sin embargo soy de la idea de que eso es lo que lo vuelve interesante, por no decir valioso; o sea, su planteamiento de una literatura personal que atiende a los impulsos interiores antes que a los deberes sociales.
Es evidente, repito: Piñera es la antípoda de un escritor racional y programático, en el sentido de que para él lo fundamental es dar cuenta de una lógica de las cosas, de una idea de la escritura que reniega, en principio, de la determinación. Escritor anti-muchas-cosas: el cero a la izquierda de la "isla en peso" refiere ese discurso poco conciliador, ese discurso malogrado que reclama un nuevo contexto de interpretación: aquél donde el lector se olvide de los "acuerdos" y exiga su cuota de vulnerabilidad.
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