Imaginé ver otra casa, aunque era la mía. Los árboles, en la entrada, estaban ahí, y no podían jugarme una mala pasada. También el barandal, a punto de caer, el cual me indicaba que no debía preocuparme: se trataba de mi casa.
Me acerqué y toqué la puerta con sigilo, esperando encontrar —no sé por qué— a un desconocido. Volví a tocar, en el acto, pero con más fuerza, dando a entender que había llegado el dueño legítimo de la vivienda y que si alguien se había metido, por lo que fuera, era el momento de que se largara.
Mas nadie abrió, y en ese momento mi sospecha se fortaleció, en relación con la casa, con mi casa. Pensé que si bien nuestras posesiones no tienen por qué generarnos ninguna extrañeza, y más cuando no han sufrido modificaciones, había momentos en que la lógica nos jugaba una mala pasada y nos hacía ver que lo que nos pertenecía no nos pertenecía, en realidad; que era algo que estaba ahí, frente a nosotros, pero con una independencia tal que nos obligaba a refugiarnos en lo perentorio.
Y lo perentorio, en aquel momento, de verdad que no fue mi ansiedad, ni tampoco mi desesperación; lo perentorio fue la vaciedad del momento, el interés que encontré en observar, como nunca lo había hecho, los árboles del frente, el barandal podrido, la basura que se acumulaba en el exterior, día tras día...
Estuve así unos momentos, mirando el entorno con frialdad. Después supe que mi opción era irme de ahí, abandonando las cosas a su suerte, o mejor —pensé— liberándolas de mi presencia, de mi mirada interrogadora que lo único que hacía era violentar la tranquilidad de esa noche.
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