La línea de automóviles se extendía hasta más allá del puente, y las avenidas circundantes, como siempre, estaban inundadas. Cogió el móvil y marcó de inmediato, esperando que su mujer le contestara con la misma prontitud:
—¡Es un desastre, y no sé si voy a alcanzar a llegar...! Trataré de cortar camino... ¡Oyes, la señal se va...!
Dejó el móvil en el asiento y miró por el retrovisor, dándose cuenta de que si se apresuraba podía dirigirse hacia la calle posterior, o tal vez a la que le seguía. Lo cierto es que intuyó algo, al observar un par de focos borrosos que se movían: si se adelantaba, rebasando a los demás, se toparía con el terreno enfangado.
Echó andar el automóvil y, sin pensarlo dos veces, viró hacia el lado contrario, aumentando la velocidad.
De frente, notaba que los conductores se movían, como si lo respetaran, y que los postes de la luz —distantes— se balanceaban de un lado a otro, junto con las antenas y los cables... Una soga que cruzaba el firmamento, pensó, y también un puñado de rayas, de líneas delgadas, que se comenzaban a desprender.
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