Y la lluvia, entonces, se soltó, de repente; y no, no lo podías creer, por lo rápido que crecía: agua por doquier, va, y más agua, como si todo se hubiera cubierto del líquido vital(-mortal). Pero lo peor no fue eso, pues ya sabes, siempre hay cosas que no te esperas, que piensas que sólo le suceden al vecino o a alguien que habita en otro lugar; en fin, eso ocurre..., pero te comentaba: lo peor fue lo de la tubería, lo de la gran tubería, que de repente se reventó, arrojando lo que traía en su interior; más, aventando para arriba —y para abajo— lo que guardaba dentro de sí: la excrecencia.
Cierto, es verdad: la lluvia nos mojaba los cabellos, los cuerpos, pero, sin más, otra lluvia nos bañaba con intensidad; te hablo de la lluvia negra, de las aguas profundas que brotaron así....
Lo peor fue eso, y también ver a los niños mojados y a las mujeres embarazadas como nunca las imaginé: esto es, con el pelo humedecido y el rostro sucio..., vaya..., con el rostro embadurnado de la asquerosidad. Pues era aberrante aquello, en medio de la inundación; ver a las mujeres en semejante estado, con el cuerpo en crecimiento y las ropas estrechas, a punto de caer.
En ese momento, y en otros, la verdad que no sabes qué hacer; sólo te dan ganas de ponerte a mirar a los demás y tomar nota de cómo se las arreglan, de cómo se las apañan para sortear el temporal y limpiarse —muy en particular— el rostro y la boca; y es que las aguas negras, de las tuberías, no cesan, no ceden un ápice...; haz de cuenta que las invocan y se dejan querer.
La lluvia, repito, no paraba; al contrario, crecía con fuerza, alimentándose del chiquero...; dos aguas, pensaba, que se mezclaban con furia, entrelazando sus cuerpos y recorriendo los nuestros, mojados desde la raíz.
Quise, lo juro, desaparecer, por eso cuando vi —a la distancia— el agujero negro, que succionaba las aguas, no lo dudé: corrí o, mas bién nadé, dispuesto a dejarme llevar.
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