Más dormido que despierto, la seguí por el desfiladero. De vez en vez sentía que me iba a caer, pues los ojos se me cerraban.
No me dirigía ninguna palabra, ni yo tampoco. El silencio desaparecía cuando las olas, raudas, golpeaban contra las rocas y las gaviotas empezaban a graznar.
—Allá están —señaló de repente, sin decir nada más.
Caminamos varios minutos y el sonido de las olas desapareció, o por lo menos se convirtió en algo intermitente.
Al llegar, me mantuve callado y dijo, mirándome a los ojos:
—Así están desde ayer, y nadie se ha dado cuenta de lo que hicieron... A veces pienso que prefieren no batallar, y por eso evitan el viaje, dejándonos el problema... He contado cinco, pero puede que hayan más.
Bajé el rostro, como hago en estos casos, y no supe si teníamos que movernos o quedarnos así, frente a los cuerpos, frente a lo que quedaba de ellos.
Ella continuó, con el mismo tono:
—¿Sabes qué es lo peor, o por lo menos lo que más me fastidia? El que lo van ha seguir haciendo, y que siempre habrá gente como nosotros, obligados —esa es la palabra— a realizar el trabajo.
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