lunes, 20 de junio de 2011

11:33

No se quería dormir, noté; por eso abría los ojos (lo intentaba), pero los párpados se le quedaban tiesos, como dos cataratas de piel. Mas eso no era lo peor, recuerdo; lo peor era lo que pensaba, lo que se dejaba venir. Era, me dijo, como una comunión entre el sueño y el pensamiento, entre lo que no podía hacer y las ganas de pensar, de imaginar cosas; una batalla injusta, inquirió.
Lo ayudé al instante, o casi. Le dije: yo te auxilio, y él me contestó que estaba bien: que lo que anhelaba era más o menos lo que pensó, unos minutos antes: esto era, que le sujetara los párpados, que no los dejara caer, porque de otra manera corría el riesgo de dormitar.
Al principio le detuve los párpados, como lo haría con cualquiera; sólo que al cabo de un rato me enfadé, sobre todo por la posición en que estaba; las manos, se entiende, también se cansan, y los brazos, que para el caso actúan con la misma presteza, insisten en el lugar común; la posición es, era, una condena.
Así que, harto, vamos a decirlo claro, ideé una solución, la más sencilla en ese momento: ponerle dos cubos de hielo, dos o tres (los que fueran), para que las membranas no se cerraran y estuvieran frescas hasta el amanecer; era evidente, pensé, el hielo haría su trabajo, refrescando las pupilas, mojando la superficie, y eso sin considerar el contacto con las pestañas, las cuales se encargarían de acariciar el interior; doble humedad, supuse, en el momento del devenir.
Me puse pues manos a la obra, con lo de los hielos, pero cuál no fue mi sorpresa al descubrir que, contundente(s), el(os) párpado(s) se encogía(n), y no sólo eso, también el(os) ojo(s) interior(es); ambos luego como un conjunto: es decir, párpado(s) y ojo(s) congelado(s) en plena impactación.
Quise llorar, y me largué enseguida, no sin antes observar el rostro hirsuto de mi interlocutor.

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